domingo, octubre 16, 2005

Puro teatro

Ayer tuve mi primera clase de teatro.

Al más puro estilo neoyorquino, las clases se imparten en el sótano de un teatro de Madrid. Bajo el escenario del Teatro Príncipe de la Gran Vía, ocho personajes se disponen a dar el pistoletazo de salida de lo que será un curso cargado de emociones y aprendizaje artístico.

De todas las edades, desde 14 hasta 41 años (14-41, un capicúa que augura buena suerte) las presentaciones se hacen necesarias en un primer día en el que ya estamos obligados a perder el sentido del ridículo: gesticular de manera exagerada, moverse como si fuéramos monstruos, emitir sonidos guturales y extraños, gritar a la persona de enfrente como si estuvieras enfadado, decir su nombre de una manera envolvente... Dinámicas que me recuerdan a los años de la compañía de teatro "Órdago" y a todos y cada uno de mis antiguos compañeros: Paco, Angie, Inés, Lucía, Christian, Ana, Isa... a muchos de ellos no les he vuelto a ver, y justo en mi primer día de reencuentro con el teatro me vienen a la cabeza. Qué años más divertidos...

Pronto pierdo la vergüenza y me dejo llevar, mis compañeros tienen que sentir lo mismo que yo, así que me solidarizo con ellos y pronto conectamos en un afán por superar las risas que se nos escapan a algunos al ver los gestos y las muecas de los demás.

"Buen trabajo". Es el primer refuerzo de nuestra profesora, me gusta cómo nos habla y presiento en ella una figura aspiracional que alumbrará el oscuro pasadizo por el que estoy pasando en esta etapa de mi vida.

A la salida de nuestra clase el sol de las primeras horas de la tarde nos hace daño, hemos pasado cuatro horas en una sala sin ventanas pero nos da igual; se me escapa una sonrisa cuando enseguida veo la Gran Vía llena de gente y me siento afortunado por estar más cerca que nunca de una ciudad que me apasiona.

En ese momento fui feliz.

lunes, octubre 10, 2005

Viejos conocidos

Las campanadas de una iglesia cercana marcan el final de un viaje relámpago que me deja más absorto que relajado.

Mi vuelta a Murcia ha estado cargada de emociones intensas, los sabores de boca amargos dejan paso a nuevas sensaciones nunca antes vividas y que agradezco haber experimentado. La entrada por Don Juan de Borbón me devuelve a un pasado en el que mis idas y venidas a esta ciudad eran más que habituales.

El nuevo edificio de Ikea es la señal de que las cosas han cambiado, la evolución natural de una ciudad que crece me avisa de que no todo lo que me encuentre en estas escasas 24 horas de visita va a permanecer igual que antes. De momento mi acompañante no es el mismo, y el objetivo de nuestra visita, tampoco.

Me cuesta integrar las grandes avenidas, la “redonda”, el Churra, El Corte Inglés, la Gran Vía, la Plaza de las flores… en mi repertorio sentimental y profundo, y pasan a formar parte de algo anecdótico y de mera visita.

Mi estado es de permanente excitación, miro con los ojos bien abiertos a todas y cada una de las personas que andan por la calle deseando reconocer a alguien, intentando demostrar que yo estuve allí hace tiempo, y que aunque ha pasado un año y pico Murcia me sigue considerando lo que por entonces era “casi un huertano”.

El día pasa tranquilo con mis nuevos conocidos murcianos, y sigo inquieto por el reencuentro con algunas personas, lo que no me permite disfrutar del todo de mi viaje relámpago. Un baño en el balneario sulfuroso de Archena me permite relajarme y desconectar de mis miedos y preocupaciones.

Por fin se produce el primero de los reencuentros de la noche: mi antiguo objeto de visita me recibe con cariño y una amplia sonrisa (como la de aquellos años en los que nos encontrábamos cada mes), lo que me cierra el estómago y me prepara para posteriores impactos. Una cena de recordatorio y una larga charla me permiten soltar los nervios, hablar de mí, de mis amigos, de mi trabajo… y hablar de él, de sus amigos y de su trabajo. Las vanalidades dejan paso a una conversación profunda y sincera que me recuerda a la persona de la que me enamoré, sus gestos y el cariño más tierno que me impulsan a abrazarle y a regresar a un pasado en el que era algo más feliz que ahora.

Casualidades de la vida mis anfitriones son los vecinos de su nueva pareja, lo que hace que la complicidad que nos unió vuelva a dar débiles señales de vida (inhibiendo todo sentimiento en mí que tire por la borda este deseado fin de semana). Mucho contacto físico, muchas miradas tímidas y confesiones que me dejan sin habla… un auténtico “fuera de juego”. La despedida se hace difícil, pero tiene que ser, mi vida allí ya no tiene sentido con él, así que me aferro a mis acompañantes sedientos de información y pendientes en todo momento de mi estado de ánimo. Un verdadero lujo que me permitió seguir entero hasta unas horas después… Más reencuentros, tanto materiales (no me acordaba de lo bonita que estaba la catedral iluminada por la noche) como personales (viejos conocidos que formaban parte de la estampa murciana y de una ya casi desaparecida “conexión Madrid-Murcia”).


Mi final etílico (habitual en mis salidas nocturnas) rompió todo pronóstico de entereza lo que hizo ponerme en contacto con mis “salvavidas” de Madrid. Más sereno pude abrazarme a la almohada y descansar, mientras mi viejo conocido compartía la cama en un piso más arriba.

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