domingo, enero 30, 2011

Estrellas por un día

Suena el teléfono.


Un familiar muy cercano me dice que se casa. Le felicito por inercia, realmente hay cosas que todavía no entiendo.


Llega el día y estoy hasta nervioso, siento que la gente me mira por la calle (en plan “mira ese qué gracioso”) y cada uno de los centímetros de mi cuerpo se queja de algo extraño: me aprietan los zapatos, los pantalones de señor me “pican”, el botón de la camisa me ahoga con la corbata, y creo que me he dejado un alfiler en el chaqué porque algo me pincha en el hombro. Vaya cuadro.


Qué monas van todas, me empiezo a fijar en lo que se lleva: rojos, negros, morados, otra vez negro, negro, gris oscuro... joder con la crisis... Muchos tocados y muchas pieles, ¡como la portada de Harper’s Bazaar! (“Año de pieles”). Aunque no sé si eso de las pieles es por la revista o porque estoy en el Barrio de Salamanca.


Mucho fotógrafo, mucha sonrisa de postín, ¿la gente ensayará para las posturas aparentemente improvisadas?; niños, niñas, madres primerizas, embarazadas, más niños, más embarazadas. Joder con la crisis.


Quiero gritar, salir corriendo y ponerme un chandal, me siento incómodo.


Acaba la ceremonia entre “aleluyas”, “salves reinas” y “ahora ya podéis ser felices” (porque antes no).


Salgo a la calle, otra vez los niños, las embarazadas y el fotógrafo que busca a la tía más sexy para su álbum personal.


Llegamos al sitio del banquete, está lejos de mi casa y me dan ganas de coger un taxi y pirarme. Nada me apetece, nadie me apetece y echo de menos a mucha gente.


Hago una llamada-salvavidas. Le lloro un poco (figuradamente) y le pregunto “qué tal ahí fuera”, como un reo encarcelado que hace su llamada del día. Echo de menos mi vida sin disfraces (qué “dramas” soy).


Me paseo entre la multitud buscando la lista de las mesas. Empiezo a recorrer las treinta y tres mesas buscando mi nombre e implorando una mesa divertida. Me encuentro en la treinta y dos (ya podría haber empezado a leer por el final) con un “Señor Don” delante de mi nombre y junto a primos, hermano y cuñada.


Decidido. Me voy. Vaya coñazo.


Me encuentro con una prima que hace meses que no veo, me pregunta por mi casa nueva, por mi trabajo y mi vida; se me ilumina la cara, me siento afortunado porque son todo noticias positivas y decido quedarme. Joder con el optimismo.


Mientras me dirijo hacia el salón del banquete me doy cuenta de que casi nadie quiere hablar conmigo: no estoy embarazado, no he tenido hijos, no me he casado, no tengo novia a quien presentar, y soy un treintañero libertino que vive solo en el centro de Madrid.


Poco interesante.


Niños, pieles, vestidos ceñidísimos que denotan meses de hambre y abstinencia. Pereza.


Mucha sonrisa falsa y mucha pose para el fotógrafo cachondo.


Los camareros miran disimuladamente los culos de las invitadas cuyos vestidos se ajustan como un guante, se guiñan los ojos entre ellos y señalan con un gesto las mesas en las que se encuentran los “mejores pivones”.


Pero nada es nuevo. Todo se repite. Anoto mentalmente que nunca más volveré a una boda de familiares. Lo juro.


Comida. Vino blanco. Comida. Vino tinto. Uno de los primos que están sentados a mi lado (entiéndase como se quiera) me explica su nuevo estatus de esposo y padre. Tengo la sensación de que tiene ganas de llorar. Su mujer le echa una mirada inquisidora. Me dan pena. En ese instante me comenta que son felices, aunque dice que ya no salen ni para tomar una caña. Mucha de la gente de alrededor que escuchaba la conversación, asiente con la cabeza identificándose rápidamente. Les miro aterrorizado. Me dan pena. Vino. Más vino. No voy pedo. Mierda.


La persona de mi familia que se casa parece feliz, parece Leticia Ortiz con un vestido “inspirado en la línea princesa con un escote en pico con cuello corola”. La miro y no la reconozco tan rígida, tan heráldica.


Tengo sueño. Seguro que ha sido el vino, o eso, o que mi cuerpo no quiere animarse por miedo a cometer un atentado.


Mi cuñada se toca la tripa de 7 meses y medio y me mira cansada. Qué bien, ya tengo quien me lleve a casa.


Echo un último vistazo buscando alguna señal que me haga quedarme, “si ponen Lady Gaga me quedo”. Niños, pieles, señores, señoronas y Paquito el Chocolatero. Corro como si no hubiera un mañana.


De vuelta a casa repaso mentalmente lo acontecido. Me arranco (con cuidado) el chaqué y me pongo el pijama. Maravilloso.


Me meto en la cama y sueño profundamente con el día siguiente, con mis amigos, mi pareja, mi casita en el centro y mis sudaderas de capucha.


(Audio: Enrique Bunbury - De mayor)

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