miércoles, noviembre 24, 2004

O terra galega.

Cae la tarde en La Coruña y el sonido de las gaviotas me recuerdan que estoy cerca del mar, lejos de casa.

Finalizada mi jornada laboral decido dar un paseo por esta ciudad desconocida para mí. Miro todo lo que me rodea con interés, como un niño chico que está descubriendo el mundo. Cada rincón intento emparejarlo con pedacitos de otras ciudades: Murcia, Vitoria, Santiago... Puede que no tengan relación alguna, pero mi mente busca entre los recuerdos detalles que hagan de este lugar algo más familiar.

Inquieto y preguntando siempre que tengo ocasión, siento en los orihundos un vuelco de generosidad y orgullo para que no se me escape nada antes de volver a Madrid: la Plaza de Santa María Pita, el paseo marítimo, la playa de Riazor, los jardines Méndez Núñez... tantas cosas que al final de la tarde me duelen los pies, y el cansancio de un día largo a mis espaldas hace que mi cuerpo pida a gritos algo de descanso.

Aún así me quedan fuerzas para entrar en una tienda y llevarme algo de recuerdo; de repente entran tres señoras mayores que me resultan familiares: son murcianas turistas que han entrado buscando lo mismo que yo (regalicos pá sus zagales). No pude remediar ser indiscreto y preguntar: "¿Son de Murcia?"; la respuesta fue un "sí" cariñoso y emotivo, y una de ellas me dice: "Es que acaso eres murcianico, hijo?", "No, pero casi...". Se sonrien y acabamos hablando del zarangollo, las pelotas de carne y el caldero, bajo la mirada celosa de una gallega que se asombra de que no alabemos su tierra.

Me despido de ellas y salgo de la tienda con más ganas que nunca de "comerme" La Coruña.

Aburiño.

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